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Asadas y todavía calientes, las manzanas silvestres que «silbaban en el tazón» en los especiados ponches de cerveza hirviente de la época de Shakespeare eran, probablemente, las manzanitas ácidas que crecen silvestres o en algunos huertos y que son las antepasadas de todas las variedades modernas.
Nadie come ya, excepto los pájaros, estos frutos tan bellos como diminutos —pueden ser amarillos, rojos o verdes— porque generalmente no vale la pena, ya que son duros y con frecuencia muy ácidos.
Con ellos se hace, sin embargo, una hermosa jalea transparente, de un color rosa dorado, que queda excelente con pan, mantequilla y petitsuisse. Las más grandes son un poco más dulces y crecen de las semillas de manzanas cultivadas vueltas al estado silvestre.
Tienen un sabor fresco y ácido.