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Cuando los campesinos mataban sus propios animales, especialmente el cerdo, para abastecerse de carne, siempre había que tomarse un trabaio tremendo para estar seguro de que hasta el último trozo del animal se pudiera comer inmediatamente después de la matanza o -en la mayoria de los casos- guardarlo para aprovecharo mas adelante.
El hígado, corazón, riñonés y otros despojos se comían sin demora, en tanto que jamones, pecho, espaldillas, pies y cabeza se salaban para el invierno, y todos los restos se recogían para convertirlos en embutidos, a los que las propias tripas del animal daban forma.
Estos embutidos se sazonaban con especias para que su vida se prolongara durante algunos días, y se comían frescos, o se secaban y se conservaban mediante diversos procedimientos para consumirlos más adelante.
El tipo de carne, la proporción entre grasa y carne magra, las incontables variaciones en el sazonado y el curado, todo ello explica la cantidad de embutidos diferentes con que los que actualmente nos regalamos.
Los requisitos que debe cumplir el embutido ideal son en gran parte cuestión de gustos regionales.
Hay quien prefiere los embutidos tan bastos que la carne parezca cortada y no picada, pero todos están de acuerdo en que los más carnosos son los mejores.
También los condimentos varían enormemente de una comarca a otra y de región en región.
Los consumidores de embutidos más versados los prefieren embutidos en sus tripas y digamos de paso que la verdadera tripa es más digerible que la artificial, es menos probable que estalle durante la cocción y tiene un aspecto natural, rústico y atractivo.
Si la tripa es natural ello se puede reconocer por los repliegues delgados y lisos que forma; la tripa artificial tiende a hincharse y dejar espacios vacíos de aire entre una y otra pieza.